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San Tarcisio

La tradición nos pinta a Tarcisio como un jovencito de la primera época de la Iglesia de Roma.

Apenas crecido y catequizado este joven se enamora de Cristo y se suma a la comunidad cristiana perseguida y amenazada, por la fuerza de un Imperio que no cree en el anuncio del Evangelio, pero que asiste atónito a la fuerza transformadora de “esta gente” que capaz de todo, sigue a Dios a donde quiera llevarle.

Esta fuerza contagiosa que se expande y crece, aún sobre la sangre, aparece cada vez más amenazadora, si hasta los niños parecen no temer, cuando el miedo es propio de los más chicos.

Tarcisio es uno de estos jóvenes, seguramente sagaz, astuto, ligero y feliz. Ha conocido a Cristo y a conocido lo que mueve semejante proceso en la vida de su gente y en el pueblo.

Por eso cuando puede, sale de la muralla de Roma, hacia las afueras donde se esconden sus hermanos en la fe. Va a celebrar la “cena” en los lugares reservados para enterrar a los difuntos. Las catacumbas.

Allí lo descubre un soldado en una de sus escapadas y la leyenda cuenta que entre sus manos llevaba un pan ácimo. Llevaba a su Señor para ser compartido en la comunidad.

Demasiado valor para quien está cegado por el odio, por eso pone fin a este niño valiente.

Hoy Tarcisio debe ser para nuestros chicos un ejemplo para pensar. A la mayoría de los nuestros seguramente no le pedirá tanto.

Simplemente que sean capaces de llevar a Cristo a la familia, a la escuela, por el club, por el barrio.

Que con Cristo en su corazón sean capaces de vencer a otros enemigos: el egoísmo, la violencia.