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Gaudete et exsultate | Una invitación a ser santos hoy

Mons. Eduardo García
Asesor General de ACA

 

Tratar de explicar la exhortación “Gaudete et exsultate” sería una falta de respeto y un atrevimiento dado que tanto el lenguaje como el contenido tienen el estilo llano de Francisco que apunta a que todos puedan entenderlo.

Suena raro que en este tiempo plantee la «llamada a la santidad en el mundo contemporáneo», sin embargo podemos descubrir una línea en su magisterio que va del más periférico a lo más nuclear.

Ha comenzado con el llamado a la Iglesia a sentir la dulce y confortadora alegría de Evangelizar (Evangelii Gaudium) como lo más esencial de la vida de la Iglesia. Esta evangelización no es un mero proselitismo sino que tiende a hacer nuevas todas las cosas y hacer de este mundo la casa común de todos los hombres (Laudato si’), desde un vivencia profunda de los lazos de amor que nos deben unir y poniendo la familia como sustento (Amoris laetitia). Todo esto es muy difícil o puede quedar simplemente en una enunciación de consignas sino descubrimos el llamado profundo a interior a ser santos (Gaudete et exultate). Con ejemplos sencillos, pero llegando a la raíz de problemas en nuestra concepción de la vida cristiana, en cinco capítulos y 177 párrafos invita a ser santos hoy. No es un tratado sino que son palabras entusiamantes dado que deja bien claro que no se trata de una llamada para pocos, sino que es un camino para todos, que se debe vivir en la cotidianidad: «El Señor lo pide todo, y lo que ofrece es la verdadera vida, la felicidad […] Él nos quiere santos y no espera que nos conformemos con una existencia mediocre, aguada, licuada».

 

Primer capítulo. “La santidad de la puerta de al lado”

En el primer capítulo invita a no pensar solo en los santos «ya beatificados o canonizados», y recuerda que «no existe identidad plena sin pertenencia a un pueblo afirmando que somos un cuerpo y que nadie se salva solo, como individuo aislado». La pertenencia a un pueblo, el sentirse identificado con un pueblo, da el tono justo de la respuesta a la llamada de Dios pertenencia (6). La santidad en el pueblo de Dios paciente de los padres que crían con tanto amor a sus hijos, de los hombres y mujeres que trabajan para llevar el pan a su casa, en los enfermos, en las religiosas ancianas que siguen sonriendo […] Llama a esto la santidad “de la puerta de al lado”, de aquellos que viven cerca de nosotros y son un reflejo de la presencia de Dios» (7).

Esto no habla de que no hay un único modelo de santidad y que debemos seguir el «camino único y diferente que el Señor tiene para nosotros» (11). También existen «estilos femeninos de santidad» (12). No es privativo de obispos, curas y monjas, es necesario evitar la tentación de pensar que la santidad está reservada sólo a quienes tienen la posibilidad de tomar distancia de las ocupaciones ordinarias, para dedicar mucho tiempo a la oración. Todos estamos llamados a ser santos viviendo con amor y ofreciendo el propio testimonio en las ocupaciones de cada día, allí donde cada uno se encuentra» (14). La santidad crece en lo cotidiano «con pequeños gestos».

El compromiso en el mundo no es una “distracción” y «no es sano amar el silencio y rehuir el encuentro con el otro, desear el descanso y rechazar la actividad, buscar la oración y menospreciar el servicio» (26).

 

Segundo capítulo: “Los sutiles enemigos”

En el segundo capítulo, Francisco advierte sobre dos “sutiles enemigos”, muy arraigado en nuestra espiritualidad y praxis eclesiástica que son el gnosticismo y el pelagianismo: «dos formas de seguridad doctrinal o disciplinaria que dan lugar a un elitismo narcisista y autoritario, donde en lugar de evangelizar lo que se hace es analizar y clasificar a los demás, y en lugar de facilitar el acceso a la gracia se gastan las energías en controlar» (35).

Esto nos cae como anillo al dedo porque se ha filtrado en nuestros procesos de formación pensar que con tener claras ciertas ideas y conceptos está arreglado el tema de la vida cristiana. Todo se resuelve con cursos y charlas donde lo único que se pone en juego es la racionalidad mientas, muchas veces la vida va por otro lado.  «propio de los gnósticos creer que con sus explicaciones pueden hacer perfectamente comprensible toda la fe y todo el Evangelio. Dios nos supera infinitamente, siempre es una sorpresa…. Quien lo quiere todo claro y seguro pretende dominar la trascendencia» (41). No podemos pretender que nuestro modo de entenderla nos autorice a ejercer una supervisión estricta de la vida de los demás» (43).

También el pelagianismo se nos ha metido solapadamente en nuestras estructuras con la idea de que todo se puede con la voluntad humana, como si ella fuera algo puro, perfecto, omnipotente, a lo que se añade la gracia» (49)… Nos recuerda enfáticamente que existe una jerarquía de virtudes», y «en el centro está la caridad» (60). En otras palabras: «en medio de la tupida selva de preceptos y prescripciones, Jesús abre una brecha que permite distinguir dos rostros, el del Padre y el del hermano» (61). Esto también nos viene muy bien para revisar nuestros procesos en la oficialización, donde muchas veces son la ocasión para poner en la mesa de la conducción la vida del candidato sin ningún respeto, juzgando y destripándolo no teniendo en cuenta que «la gracia  precisamente porque supone nuestra naturaleza, no nos hace superhombres de golpe» (50)

Cuando cultivamos estas actitudes, podemos aplicarnos perfectamente sus palabras, «en contra del impulso del Espíritu, la vida de la Iglesia (ACA) se convierte en una pieza de museo o en una posesión de pocos. Esto ocurre cuando algunos grupos cristianos dan excesiva importancia al cumplimiento de determinadas normas propias» (58).

 

Tercer capítulo: “El carnet de identidad del cristiano”

En el tercer capítulo, Francisco presenta las bienaventuranzas evangélicas como el «carnet de identidad del cristiano» actualizándolas.

Explica también que «un santo no es alguien raro, lejano, que se vuelve insoportable por su vanidad, su negatividad y sus resentimientos. El libro de los Hechos cuenta insistentemente que ellos gozaban de la simpatía “de todo el pueblo”» (93).

El protocolo sobre el cual seremos juzgados será el darle de comer a los hambrientos y acoger a los extranjeros.

En nuestra opción tiene que estar absolutamente presente defender la vida, luchar por toda vida, no con manifestaciones y de un modo teorico y formal sino en lo concreto de nuestras acciones pastorales. No puede ser fruto de una casualidad o de una campaña anual sino un modo de ser y de estar en la Iglesia y en el mundo. «La defensa del inocente que no ha nacido, por ejemplo, debe ser clara, firme y apasionada, porque allí está en juego la dignidad de la vida humana, siempre sagrada, y lo exige el amor a cada persona más allá de su desarrollo. Pero igualmente sagrada es la vida de los pobres que ya han nacido, que se debaten en la miseria, el abandono, la postergación, la trata de personas, la eutanasia encubierta en los enfermos y ancianos privados de atención, las nuevas formas de esclavitud, y en toda forma de descarte. No podemos plantearnos un ideal de santidad que ignore la injusticia de este mundo» (101).

Es contundente la afirmación que pone al final de este capítulo: «Podríamos pensar  que damos gloria a Dios solo con el culto y la oración, o únicamente cumpliendo algunas normas éticas, y olvidamos que el criterio para evaluar nuestra vida es ante todo lo que hicimos con los demás» (104).

 

Cuarto capítulo: “El estilo de vida del santo”

En el cuarto capítulo Francisco presenta algunas características «indispensables» para el estilo de vida del santo. Se comienza con soportación, paciencia y mansedumbre. El santo «no gasta sus energías lamentando los errores ajenos, es capaz de hacer silencio ante los defectos de sus hermanos y evita la violencia verbal» (116). No es bueno, efectivamente, «mirar desde arriba, colocarnos en el lugar de jueces sin piedad, considerar a los otros como indignos y pretender dar lecciones permanentemente. Esa es una sutil forma de violencia» (117). Esto es bien claro y ataca a lo profundo de muchas soberbias institucionales desde la que se mira con recelo y desprecio considerando de segunda a aquellos que no pertenecen a sus filas o tiene una “vida correcta”.

Tres actitudes pone de relieve Francisco en la vida del santo:

  • «La humildad que se arraiga en el corazón a través de las humillaciones humillaciones cotidianas. (119).
  • La alegría y sentido del humor. El santo, sin perder el realismo, ilumina a los demás con un espíritu positivo y esperanzado» (122).
  • La audacia y fervor. Audacia, entusiasmo, hablar con libertad, fervor apostólico, todo eso se incluye en el vocablo parresía» (129). La compasión de Jesús era una compasión que lo movía a salir de sí con fuerza para anunciar, para enviar en misión, para enviar a sanar y a liberar» (131).

En nuestras instituciones tenemos que evitar la tentación de que se transformen en el lugar seguro que puede tener muchos nombres: individualismo, espiritualismo, encerramiento en pequeños mundos, dependencia, instalación, repetición de esquemas ya prefijados, dogmatismo, nostalgia, pesimismo, refugio en las normas» (134).

Porque «Dios siempre es novedad –escribe Francisco–,nos empuja a partir una y otra vez y a desplazarnos para ir más allá de lo conocido, hacia las periferias y las fronteras […] allí lo encontraremos, él ya estará allí». Hay que  «luchar contra la propia concupiscencia y contra las asechanzas y tentaciones del demonio y del mundo egoísta si estamos aislados» (140). Es, pues, importante, «la vida comunitaria, sea en la familia, en la parroquia, en la comunidad religiosa», que «está hecha de muchos pequeños detalles cotidianos» (143): también Jesús «invitaba a sus discípulos a prestar atención a los detalles».

«Finalmente recuerda que la santidad está hecha de una apertura habitual a la trascendencia, que se expresa en la oración y en la adoración» (147).

 

Quinto capítulo: “Una lucha constante contra el diablo”

El quinto capítulo advierte que el camino para la santidad es también «una lucha constante contra el diablo, que es el príncipe del mal» (159).

Usa tres palabras: Combate, vigilancia y discernimiento

Escuchar y renunciar a los propios esquemas. Solo «quien está dispuesto a escuchar  tiene la libertad para renunciar a su propio punto de vista parcial o insuficiente, a sus costumbres, a sus esquemas. Esta actitud «implica, por cierto, obediencia al Evangelio como último criterio, pero también al Magisterio que lo custodia, intentando encontrar en el tesoro de la Iglesia lo que sea más fecundo para el hoy de la salvación. No se trata de aplicar recetas o de repetir el pasado», porque «lo que era útil en un contexto puede no serlo en otro. El discernimiento de espíritus nos libera de la rigidez, que no tiene lugar ante el perenne hoy del Resucitado» (173).