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10 de mayo | El Papa y la Acción Católica

Queridos Adultos:

Ya llegaron los 90 años de nuestra querida Acción Católica Argentina y hemos festejado en nuestras diócesis, parroquias y comunidades.

Continuando con la celebración y preparándonos para la Asamblea Federal, compartimos las orientaciones que los distintos Papas nos han regalado a través de documentos, cartas, mensajes, etc. a lo largo de estos 90 años.

Les proponemos entonces caminar, rumiar, testimoniar, rezar, celebrar y conocer también los distintos apostolados que se han hecho y se hacen en la Institución.

En este lunes 10 de mayo compartiremos el discurso del Santo Padre Juan Pablo II a los participantes de la XI Asamblea de la Acción Católica Italiana el viernes 26 de abril de 2002.

Para leer y rumiar….

Permitidme aprovechar esta feliz ocasión para daros algunas consignas, que considero importantes. Ante todo, quisiera deciros que la Iglesia no puede prescindir de la Acción católica. La Iglesia necesita un grupo de laicos que, fieles a su vocación y congregados en torno a los legítimos pastores, estén dispuestos a compartir, junto con ellos, la labor diaria de la evangelización en todos los ambientes.

Como os han escrito recientemente vuestros obispos, “el vínculo directo y orgánico de la Acción católica con la diócesis y con su obispo, el asumir la misión de la Iglesia y sentirse “dedicados” a la propia Iglesia y a la totalidad de su misión; hacer propios el camino, las opciones pastorales y la espiritualidad de la Iglesia diocesana: todo esto hace que la Acción católica no sea una asociación eclesial cualquiera, sino un don de Dios y un recurso para el incremento de la comunión eclesial” (Carta del Consejo permanente de la Conferencia episcopal italiana a la Presidencia nacional de la Acción católica italiana, 12 de marzo de 2002).

La Iglesia necesita la Acción Católica, porque necesita laicos dispuestos a dedicar su existencia al apostolado y a entablar, sobre todo con la comunidad diocesana, un vínculo que deje una huella profunda en su vida y en su camino espiritual. Necesita laicos cuya experiencia manifieste, de manera concreta y diaria, la grandeza y la alegría de la vida cristiana; laicos que sepan ver en el bautismo la raíz de su dignidad, en la comunidad cristiana a su familia, con la cual han de compartir la fe, y en el pastor al padre que guía y sostiene el camino de los hermanos; laicos que no reduzcan la fe a un hecho privado, y no duden en llevar la levadura del Evangelio al entramado de las relaciones humanas y a las instituciones, al territorio y a los nuevos lugares de la globalización, para construir la civilización del amor.

San Juan Pablo II, a los participantes de la XI Asamblea de la Acción Católica Italiana, 26 de abril de 2002.

Para compartir en la vida de grupo

  • ¿Cómo es nuestra identificación con la pastoral diocesana y su espiritualidad?
  • ¿En qué gestos concretos se manifiesta nuestra alegría de ser cristianos?
  • ¿Reconocemos en el bsutismo la fuente de nuestra vocación laical?
  • ¿A dónde llevamos concretamente la levadura del Evangelio?

Para rezar…

Pidamos a Nuestra Madre que tengamos la valentía de hacer presente a su Hijo en todos nuestros ambientes.

Compartiendo el caminar…. y testimoniar

Este lunes le pedimos a Jorge Martos, de la diócesis de Laferrere, que acunó su vocación laical en la AC y discernir nuevos llamados en su vida, nos comparta su experiencia.

Soy Jorge Martos, tengo 50 años, casado, padre de 3 hijos. Fui miembro activo de la A.C. desde los 11 a los 22 años. En ese tiempo pasé por todas las ramas de la JAC, llegué como aspi, me fui como dirigente. Me cuesta decir me fui… en realidad nunca me fui, creo que Jesús me fue llevando.

¿Qué me dio la AC? Soy de la generación en la que la catequesis de comunión y confirmación consistía en aprender de memoria 100 preguntas y en la que ir a misa era obligatorio… quienes tengan mi edad saben que no miento.

La AC me enseñó, cada sábado, a buscar a Dios en el Evangelio. Me hizo conocer el Sagrario en cada reunión de piedad que mi delegado de aspis nos daba en la parroquia. Me hizo amar el altar y la misa cuando, desde chiquito, me enseñó a ser monaguillo y ser parte de la liturgia. Creó en mí el sentido de pertenencia, ¡la parroquia era mi casa, mis amigos! Cada encuentro diocesano nos mostraba un montón de jóvenes que hablábamos el mismo idioma… ¡y ni hablar en una Asamblea Federal!

El Espíritu Santo me fue llevando con ternura hacia lo que me tenía preparado y la AC siempre estuvo ahí.

Fui catequista de comunión y confirmación varios años. Los encuentros siempre comenzaban y terminaban con las “oraciones oficiales”.

Un día, el Señor me regaló el servicio de ministro extraordinario de la Eucaristía. En la formación me encontré con un viejo amigo, mi patrono de aspirantes, San Tarsicio. Es ahora también mi patrono como ministro. Ese día, sin que me diera cuenta, Jesús me estaba enviando, como a Tarsicio, a mis hermanos detrás de las rejas.

Un hogar de ancianos fue mi primera experiencia como ministro, en poco tiempo descubrí que este no era un servicio sino una bendición. Llevarles la comunión cada sábado, acercarles la unción de los enfermos, acompañarlos en el final de sus vidas. Creí que se trataba de eso, pero Jesús me mostró que en realidad tenía que aprender, y vaya si aprendí.

Allí aprendí que no importa la edad, los achaques o los golpes que la vida nos haya dado, nunca perdemos la capacidad de amar. Aprendí que el ser humano en sus momentos cruciales busca a Dios desesperadamente. Aprendí que no hay discapacidad que nos impida acercarnos a Dios, he visto abuelas con distintas patologías mentales persignarse e intentar seguir una oración. Aprendí que cada sábado podría ser el último y que la muerte era compañera de camino.

Todo esto había sido una preparación para llevarme a otro lugar, con rejas más fuertes y ruidosas. “Vení un par de veces y probá, sin compromiso” fue la invitación de la gente de la pastoral carcelaria, y fui. Conocí un mundo totalmente desconocido para mí. Y descubrí una hospitalidad y una sed de Dios impensada. Tuve que arrancar de mi cabeza un montón de prejuicios y aprender a escuchar. Y aprendí mucho más de lo que creí que yo iba a enseñar. Muchachos con un manejo de la Biblia que no conocí antes, historias muy fuertes… aprendí que nadie está libre de, algún día, caer preso, sea culpable o inocente. Descubrí carencias de todo tipo, en especial afectivas, pero también respeto, mucho respeto. Y que, al igual que las abuelas del hogar que esperaban el sábado, ellos esperaban cada lunes o miércoles, según el pabellón que nos tocaba. Indiferencia de algunos… sí, pero ganas de salir de la “tumba”, como llaman ellos a la cárcel, y de “resucitar”.

Parece una contradicción, pero el Señor me llamó a “salir al encierro”. Ese es mi apostolado hoy. En definitiva yo creí que llevaba a Cristo a esos lugares y me equivoqué: voy a encontrarme con Cristo allí cada día.

¡Alabado sea Jesucristo!!!

Nota: cuando estaba terminando de escribir este testimonio me avisaron que dos abuelos del hogar alcanzaron su Pascua. Mentiría si dijera que no me entristeció, pero me dio mucha paz saber que finalmente quedaron en libertad.